Lo de las recientes bonificaciones al combustible, mientras simultáneamente se incrementa el precio de gasolina, gasoil y gas, es una prueba más de que la “élite gobernante” está convencida de que somos idiotas. Inaugurar abril con una inflación superior al 10%, mientras su Sanchidad manifiesta que somos el faro que alumbra Occidente, confirma la anterior aseveración. Mientras tanto, continúan con su falta de previsión, su recalcitrante incapacidad para gestionar, acometiendo solamente alocadas medidas cortoplacistas.

El problema es que nuestro gran timonel, no es más que una dúctil marioneta, en manos de organismos supranacionales, que con su agenda 2030, están determinando nuestro futuro. Las crisis inflacionarias no las causan los problemas en la distribución, ni la codicia de empresarios sin escrúpulos, como suele apuntar el gobierno. Una de las principales causas de este terrible problema que arrasa nuestra capacidad adquisitiva es el exceso de dinero en el sistema, y el dinero solo lo puede crear hoy en Europa el Banco Central Europeo. Pedro Sánchez debería saber esto, porque es doctor en economía, con una archiconocida tesis.

El conflicto de Ucrania relatado desde un único discurso, las movilizaciones de ganaderos y transportistas desesperados, la religión del cambio climático, el incesante apoyo a una inmigración desbocada, una deuda externa imparable, un gasto público realmente delirante, obedecen a su estrategia de empobrecimiento de Europa y de progresiva eliminación de derechos. Pero se aprovecha todo para desviar la atención. El otro día, explicando las medidas a adoptar por el Gobierno, nuestro líder supremo trasladó un diáfano mensaje, al menos por pura reiteración: el culpable de la inflación y de sus efectos en España es Putin (mencionado 11 veces en 36 minutos), y para arreglarlo, necesitamos la unidad (también mencionada 11 veces) de todos los partidos en España, igual que se unen los países de Europa frente a la guerra. Todos con el líder.

Toda esta venenosa estrategia, está aderezada por un esperpéntico buenismo, verdaderamente repulsivo. El resultado que busca, y que las encuestas de intención de voto dicen que logra es doble: por un lado, focalizar la responsabilidad de la situación económica en un inevitable mal proveniente del exterior. El problema no tiene que ver con que tengamos una deuda pública per cápita de 30,000 euros, sino con los rusos. Y, por otro, centrar la responsabilidad de las consecuencias si sale mal en la oposición, que no se muestra “unida” con el gobierno. Lo malo de cuando nos enfrentamos a este tipo de mentirosos, es que hay personas que le dan credibilidad.

Menos mal que ya nos liberan del bozal, se ve que los inexistentes comités científicos ya lo han evaluado detenidamente. El otro día, camino del trabajo, pasé por un colegio. Justo estaban entrando los alumnos, niños de entre seis y doce años por lo que pude atisbar. Aunque ya deberíamos estar domesticados, perdón, quise decir acostumbrados, no pude mitigar una profunda sensación de rechazo por ese bozal impuesto a todos, pero que en los más pequeños resulta aberrante. Una generación que está somatizando que las personas carecemos de rostro, que no tenemos boca, y que estamos estabulados por un impreciso dogma de supuesta seguridad. Mientras nuestros niños pasan la jornada escolar atados a una mascarilla, su Sanchidad se pasea sin ella en espacios cerrados. La mayor parte de Europa ha abandonado el uso del bozal, mientras aprovechan el desastre de Ucrania, para monopolizar los medios, barrer bajo la alfombra toda la histeria sanitaria de los últimos meses, con mutaciones cada tres días y millares de bajas asintomáticas. Pese a los miles de médicos y científicos que afirman que las mascarillas no erradican los contagios y son muy perjudiciales para la salud, la máquina mediática continúa haciéndose eco de una narrativa incoherente que siempre amplifica miedo por encima de toda lógica. Por eso hemos sido de los últimos en ser autorizados a respirar.

Veo lo que hacen en medio mundo y me pregunto por qué nuestro gobierno se ha resistido tanto a eliminar las mascarillas. Personalmente pienso que es porque centran nuestras preocupaciones. Mientras nos poníamos y quitábamos el bozal, siempre teníamos presente el miedo, es algo irracional, pero es algo que condiciona diariamente nuestro ánimo. Desde hacía mucho tiempo sabían que no hace falta. Pero, mientras tanto, obligaban a los niños a taparse la boca con ese carísimo trapo, ese receptáculo de suciedad, bacterias y servilismo para que la sociedad tenga claro que ellos mandan y el resto somos solo tristes vasallos sometidos en silencio al abuso y despropósito mediáticos.

No es por marear la perdiz, pero es necesario recordar que los chavales del Reino Unido, Irlanda, Suecia, Noruega, Francia, Bélgica, Alemania, Andorra, Polonia, Luxemburgo, Holanda, Finlandia, Dinamarca, Rumania y Hungría ya estaban acudiendo al colegio sin mascarillas. En Estados Unidos ningún Estado defiende la obligatoriedad del detestado bozal en interiores. Pero los niños de España tienen peor suerte y viven en un Estado que los maltrata mientras sus padres callan. He perdido la esperanza en que mis compatriotas se rebelen. Al parecer somos un pueblo sumiso y obediente. Una cosa es ser solidario, pensar en el bien común, supeditarlo todo al bienestar de la mayoría, y otra es estar cómodamente abducidos por una cómoda cobardía.

Parece que todo está pasando, aunque ya nos vamos preparando, para ver qué nueva estrategia del terror se les ocurrirá a estos dementes obsesionados por el poder y el control. Lo triste es que ni siquiera hemos sido capaces de proteger la salud de nuestros hijos frente al delirio del juego político, no solo con la inoculación infantil frente al virus chino, sino con unas mascarillas, con unos bozales,  que son y serán el símbolo de  nuestras cadenas.

Luis Nantón Díaz