Desde joven, siempre me preocupó la desaparición de las diferentes, diversas y enriquecedoras culturas de nuestro planeta. El fanatismo igualitario arrasa con la diferencia que engrandece, envileciendo y degradando las tradiciones labradas por anteriores generaciones, a las que tanto adeudamos.

Hace décadas primaba mi natural preocupación por etnocidios tan flagrantes, como los que continúan cometiéndose en las zonas más vírgenes de la tierra. El dominio establecido por el poder del dinero, requiere imponer una tabla rasa, extirpar las diferencias culturales y convertirnos a todos en meros consumidores, en sufridos votantes. Nos vendieron, y a bajo precio,  el axioma de la unidad de la humanidad, en la idea del hombre universal y abstracto, en el arquetipo del hombre genérico –arquetipo que basa la unidad de la especie en un dato zoológico- con lo que la cultura es reconducida a una simple probeta. Se plantea que la personalidad cultural, su bagaje histórico, no es algo inherente al individuo, sino que, al contrario, es un obstáculo para su dignidad.

Por eso, la aplastante supremacía del dinero, demanda la atomización y la uniformidad. Todos debemos doblegarnos ante el consumismo, debemos vestir igual, escuchar la misma música, y por supuesto “disfrutar” del mismo sistema político. En lo socioeconómico, este proceso se manifiesta en tres periodos fundamentales:

  1. Espectáculo: las poblaciones entran en contacto con el modelo a imponer; el instrumento: la “modernidad”occidental, que actúa como vitrinas del progreso.
  2.  Normalización: se eliminan las “escorias” culturales primigenias, relegándolas a áreas desfasadas, a meras costumbres que ya no están de moda; el instrumento de penetración: la ideología humanitaria y el falso discurso multicultural.
  3. Consolidación: propia de los países industriales, la cultura dominante se incorpora totalmente en la estructura económica; los instrumentos: las modas de masas, la ideología del bienestar…Por eso, ese interesado, permanente y sangriento deseo de exportar un sistema de gobierno, que no puede ser asimilado por otros pueblos y culturas.

Si tenemos que liberar a los pueblos bombardeándolos, ya nos encargaremos de conseguir una bonita resolución de la ONU.

Pero realmente no hablo de guerras y conflictos, sino de la desaparición de nuestras tradiciones, a la par que, por un mal entendido “buenismo” nos dejamos arrebatar nuestros bienes culturales, costumbres y tradiciones.

Las consecuencias de este proceso han sido puestas de relieve por Guillaume Faye: “a la par que los individuos se despersonalizan en una existencia narcisista e híper-pragmática, las tradiciones de los pueblos devienen sectores de un sistema económico y técnico. Hay recuerdo, pero no memoria. El pasado es visitado, pero ya no es habitado. Un verdadero pueblo interioriza su pasado y lo transforma en modernidad. El sistema lo transforma en adorno mediatizado y aséptico”.

En la vieja Europa, donde todavía quedan muchos bienes sencillamente exquisitos, interesantes y verdaderamente eternos, nos están cambiando una visión del mundo, por esquemas tan patéticos, como simplones. Este recién proceso electoral, con una mercantilización infantil de las propuestas, es una buena muestra de ello. No habrá respuesta ante el desafío de ´la gran sustitución´ sin una ´gran recuperación´ previa, sin un rotundo rechazo del ´gran desvanecimiento´ de nuestra memoria y de nuestra identidad.

Al exponer esta sustitución cultural, me viene a la memoria una escena de la película ´Excalibur´, en la que el rey Arturo, postrado durante años tras la traición de Ginebra y Lanzarote, y con el reino invadido por su hijo Mordred, bebe de la copa que le ofrece Perceval, e inmediatamente recobra la conciencia y la vitalidad que necesita para liderar el reino y salvarlo de las huestes de Mordred. Lo primero que dice es : ´Ignoraba lo vacío de mi espíritu hasta que lo he llenado´. La carga simbólica de esta escena en relación con el momento que vive el hombre europeo es impactante.

Cabe preguntarse qué tipo de partidos políticos, todos homogéneos, pues todos defienden el mismo sistema económico, protegen nuestros intereses. Los partidos políticos, continúan apostando, de forma cortoplacista por un ciudadano atomizado atiborrado de degradante televisión y un economicismo ramplón, y donde brilla por su ausencia la defensa de la identidad nacional, la defensa de la integridad cultural, de la  justicia social que aporta la cultura y de la dimensión de “lo sagrado”. ¡Si!. Ha leído bien. Dimensión de lo sagrado……..

Ahora nos enfrentamos al totalitarismo del islam radicalizado, cuya furia iconoclasta aumenta, a medida que se incrementan los millones de creyentes en suelo europeo, con financiación saudí, y la complacencia de nuestros dirigentes. Pero me preocupa sobremanera la dictadura del mercado, el ansia del «tener» que pretende suplantar al «ser», que nos impone una forma de dictadura de la fealdad. Realmente es todo nuestro universo estético, mental, lo que es agredido por el reino de la vulgaridad, del consumo y del utilitarismo «técnico».

Nada, sin embargo, nos obliga a aceptar esta progresiva sustitución de valores, ¡y aún menos la sumisión a una cultura ajena a nuestros valores!.

¿Tenemos alternativa?. ¡Pues empezar  por el comienzo! Reencontrar en los pliegues de nuestra memoria, en las fuentes primigenias y siempre perennes de nuestra identidad, de nuestra historia, los recursos necesarios para el despertar de la conciencia europea. Necesitamos urgentemente nuevas generaciones de actores del exiguo debate intelectual, de militantes con el poder de comparar, de animadores capaces de dar a la acción cívica o política su indispensable dimensión cultural y meta política. Es necesario recordar el deber de cada pueblo y de cada uno de sus miembros de mantenerse fiel a sí mismo. Porque somos ante todo herederos, deudores del sacrificio de nuestros antepasados y responsables de nuestros hijos.

El genial y siempre controvertido pensador, Alain de Benoist habla del arte europeo como «un arte de la representación», subrayando nuestra alteridad respecto a culturas y religiones que rechazan el principio mismo de la representación de lo humano y de lo sagrado. Debemos evocar tanto el arte figurativo como la música, la poesía, la filosofía, la relación con la naturaleza o con lo sagrado… En Rusia, en una época bastante controvertida, tuve la inmensa fortuna de convivir con el disidente del comunismo y ahora asesor de Vladimir Putin, Alexander Dugin. Duguin es una de las figuras más polémicas y movilizadoras de ese universo cultural que se conoce como euroasiático. Alexander Dugin imagina y diseña una ‘Gran Europa’ como poder geopolítico con su propia identidad cultural, sus propias opciones políticas y sociales y su independiente sistema de defensa, su propio acceso a sus recursos energéticos y minerales y su capacidad intacta para la toma de decisiones políticas. En otras palabras, Dugin anuncia una Europa soberana con un procedimiento realmente democrático para la toma de decisiones. Frente a quienes se erigieron en guardianes del mundo, las ideas presentadas en su original y compleja obra,  aunque algo utópicas, constituyen la oportunidad para encontrar naciones equilibradas, justas y mejores. Otro mundo alternativo donde cualquier cultura digna, sociedad vitalista, tradición y creatividad, encuentren su propio lugar. Como subraya Adriano Scianca, siempre hiriente:

«En un mundo de inaudita fealdad, aquel que sabe hacer brotar la belleza es revolucionario». ¡Seamos pues revolucionarios!

Luis Nantón
https://www.luisnanton.com/