De siempre, sobre todo por cuestiones históricas y literarias, he sentido una sincera atracción por la cultura japonesa. Debería corregirme, constriñendo mi sincero interés especialmente a los períodos anteriores a su derrota militar en 1945. Los desastres militares, no solo conllevan drásticos cambios en lo político y económico, sino que lógicamente también trascienden a lo social y cultural. De hecho, en el terreno literario mis incursiones en la moderna creatividad japonesa se han centrado fundamentalmente en el celebérrimo Murakami. Me gusta, me gusta mucho, pero creo que poco o nada tiene que ver con el Japón más tradicional, que es el que me motiva y apasiona.

Cuando he visitado la nación del sol naciente, no solo para disfrutar de su apasionante cultura, sino también para visitar a mi hijo que vive en Tokio con su pareja desde hace casi un lustro, me han desconcertado sus contrastes, y me ha encantado su natural y desbordante cortesía. Para los occidentales es un verdadero reto adentrarse en la sociedad nipona y sus costumbres. No se me ocurre una sociedad más diferente a la que hablamos, que la española. Creo que mantenemos posturas absolutamente antagónicas en lo social, y a lo mejor por eso, por la atracción de los opuestos, se realza ese atractivo.

Nosotros somos individualistas. Somos muy sociables, nos encanta estar con la gente y entre la gente, pero carecemos de un sentido de lo social, entendiendo por tal, la primacía del bienestar común, al propio y singular. Para un japonés, pese a la modernidad, resulta indispensable encajar brillantemente en su estructura. Encajar dentro del colectivo forma parte del propósito vital de los nipones. Esa pertenencia les satisface y les aporta identidad.

Los habitantes del país asiático suelen identificarse profundamente con grupos de iguales ya sea en la esfera familiar o profesional. Este sentido de la existencia, esta singularidad de su visión del mundo se expresa con el concepto ikigai, que vendría a significar «el sentido de la vida» o «aquello para lo que hemos sido llamados». Generalmente su representación gráfica no es piramidal sino más parecida a los pétalos de una flor: lo que amas, en lo que eres bueno, aquello con lo que te puedes ganar la vida y lo que necesita el mundo. Sólo en la confluencia de todos ellos se encuentra el ikigai, tu razón de ser. Una vez más, solemos ser buenos, en todo aquello que nos gusta.

Cuando estudias psicología industrial, nos adentramos en la teoría X e Y de McGregor, o en la mucho más enfatizada pirámide de Maslow. Esta última sitúa las necesidades más perentorias del hombre en la parte baja del triángulo: alimentación, vivienda y sexo. Solo una vez resueltas estas necesidades el individuo puede dedicar tiempo y energía a satisfacer el nivel siguiente, donde se posicionan la seguridad, lo profesional y lo familiar. El tercer grado, que agrupa la amistad y las relaciones afectivas, y el cuarto piso, el éxito y el autorreconocimiento. Pero en la cúspide de los humanos, hay seres que ansían dedicarse a la autorrealización como fin supremo, a la búsqueda del SER. El ikigai es nuestra razón de ser, con independencia del posicionamiento que decidamos para nuestro camino. Indudablemente, siempre nos encontraremos con la máxima de a lo augusto, por lo angosto. En oriente y en occidente, el camino tiene esta peculiaridad.

Los pueblos tienen un alma colectiva, un inconsciente colectivo como genialmente puntualizó Carl G.Jung. Y eso les ocurre a las naciones. De igual manera que un hombre puede carecer de una vida con sentido, los pueblos pierden su alma, se desprenden de su norte, y se disuelven en la indiferencia de la globalización. Posiblemente esto le aconteció a la sociedad japonesa en el siglo XVIII. Yōchō Yamamoto (1659-1719) escribió su emblemático Hagakure en una época en la que los samuráis estaban perdiendo su sentido, abandonando las artes marciales y su ética, dedicándose al comercio y a la siempre denostada política. Comparaba los hechos y carismas de hombres del pasado, con lo que Yamamoto consideraba la decadencia espiritual de la élite guerrera.

Este revelador texto nos expone una parte fundamental en la visión del mundo del samurái: el código del bushido “El camino del guerrero”,  su mítico y férreo código de conducta. Realmente el bushido como algo homogéneo no existía tal cual, y no fue hasta casi finales del siglo XIX, cuando se transcribieron una serie de normas genéricas para poder hacer entender a los occidentales el alma del pueblo japonés. Esta misión fue desarrollada por el escritor Inazo Nitobe (1862 – 1933), heredero directo de un conocido clan guerrero. Nitobe presenta una versión más caballeresca y edulcorada, más asimilable con la mentalidad europea de la época y más afín a la caballería medieval. Nos damos cuenta rápidamente si lo comparamos con el Libro de caballería de Raimundo Lulio, pese a existir una importante diferencia temporal.

Tenemos aquí un texto que recopila una serie de historias, consejos y hazañas épicas para imbuirnos de cómo debe regirse un auténtico samurái frente a múltiples casuísticas. La mayoría de estas epopeyas tienen como protagonistas a emblemáticos samuráis como el famosísimo Tokugawa Ieyasu, el gran unificador de Japón tras las guerras de la época Sengoku. La mayor parte de los postulados del Hagakure se disuelven con trepidante celeridad tras la derrota nipona de 1945, y a mi muy personal entender, mueren definitivamente en noviembre de 1970, cuando el genial y controvertido autor Yukio Mishima , y sus camaradas de la sociedad del escudo, asaltan el despacho del General de las Fuerzas de Defensa Mashita.

El creador de Caballos Desbocados o Sed de Amor logró ser escuchado por las tropas formadas en el patio del Cuartel General. Las ardientes palabras de Mishima suenan a proclama destemplada: irradia heroísmo exaltado, orgullo nacional y lealtad al Emperador. Finalmente, las burlas de la soldadesca hacen mella en su ánimo. En ese mismo y crucial momento nuestro protagonista decide poner fin a la estremecedora representación mostrando la sinceridad de su acero.

Los años transcurren… ahora proseguimos con una colectiva búsqueda del Ser, pero el camino, como no puede ser de otra manera no está nada claro. Llama muchísimo la atención que ahora el Hagakure sea un texto de lectura casi obligada en la mayoría de las Escuelas de Negocios de todo el mundo. Posiblemente una prueba más del inverso sentido de la modernidad.

Luis Nantón Díaz

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