El poeta norteamericano Ezra Pound escribió: “Un esclavo es aquel que espera que alguien venga a liberarlo”. Pound, posiblemente el mayor poeta en lengua inglesa del siglo XX lo aprendió en sus carnes, dado que fue encerrado en una jaula por las ideas que profesaba. Una cita impresionante, fruto de una vida de titanes. Pound en sus “Cantos Prohibidos” eleva a la enésima potencia la lucha por la libertad, como pilar de una vida intensa.
En esta misma línea, otro disidente, cuya obra se tergiversa frecuentemente, es George Orwell, quien afirmaba con crudeza: «Educados durante cientos de años por una literatura en la que la justicia triunfa invariablemente en el último capítulo, creemos, casi por instinto, que a la larga el mal siempre se destruye solo». Ni hay que esperar que alguien nos libere, que alguien solucione nuestros problemas y limitaciones, ni hay que esperar un dulce desenlace que poco tiene que ver con el día a día.
Un señalado estudioso de la obra de Pound es Alain de Benoist, autor fundamental de la Nueva Derecha, quien ha publicado recientemente en «Valeurs Actuelles» unas líneas tan fascinantes como valientes. Reflexiones maduras sobre el desarraigo, duros pensamientos sobre un futuro que ya es presente, y que detalla crudamente no solo un cambio de ciclo, sino el tiempo final de una civilización.
Un ciclo final se caracteriza por la atomización del individuo, y por la manifiesta incapacidad del ser para percibir lo trascendente. Ya no es la referencia de lo sagrado, siquiera lo religioso, no llegamos con lo ético…es sencillamente la nada. Solo hay miras para el ocio, la dispersión, y una extenuante búsqueda de un narcotizante entretenimiento. El individualismo, aunque resulte irrisorio, te despoja de lo más humano de una persona, de lo más profundo. Nos encerramos en nosotros mismos, nos desarraigamos brutalmente, y eso genera un desasosiego existencial que nos impide la visión. Heidegger, siempre inextricable, decía que “Dios es lo único que nos puede salvar”, y posiblemente para acercarnos a este posicionamiento debemos retornar a nuestros ancestros.
El hombre debe ser superado. Al menos así lo decía el Zaratustra de Nietzche, pero esta meta ha sido lamentablemente alterada por la modernidad. El advenimiento del hombre «aumentado» por el que apuestan los vende humos del transhumanismo no es otra cosa que el parto del hombre máquina, la gran sustitución del hombre por la inteligencia artificial y sus verdades de plástico. Nietzsche habla de un hombre capaz de llegar a ser más de lo que ha sido hasta ahora. El hombre que se supera o sobrepasa, el hombre que rebasa sus límites es un individuo que alcanza una dimensión superior de sí mismo. Se supera, pero aspira a no ser superado.
Si pretendo ascender debo ser absolutamente consciente de quien soy yo, de mis limitaciones, de mis carismas y carencias…de quien soy yo. Y es un ascenso, no nos engañemos. A lo augusto, se llega por lo angosto. Solo sabiendo lo que somos, podemos concebir el hombre que pretendemos ser. Es necesario estar convencidos de que podemos ser mejores, de igual manera que sentir la necesidad de ese cambio. Benoist lo denomina la búsqueda o la llamada de la excelencia.
Este final de ciclo generó un hombre desarraigado, sin origen y norte. Pensamos que somos más libres que nunca, pero no paramos de engullir los pensamientos de otros. Pensamos que decidimos libremente, pero la manipulación nunca ha sido tan sutil. El hombre moderno es utilitarista, individualista y forjado en el interés más cortoplacista. Percibimos al hombre como un ser egoísta y calculador que busca siempre maximizar racionalmente su utilidad, es decir, su mejor interés material y su beneficio privado. Mientras más interesados somos, menos tenemos. Nos arrebatan el pensamiento libre, la capacidad de decisión, de elección…y damos las gracias.
La mejor forma de romper nuestras invisibles cadenas es buscar la mejora, la virtud, la excelencia. ¡Que más dan las denominaciones! Quedémonos con la sana ambición del sentir. De sentirnos realmente vivos. La búsqueda de la excelencia requiere algo más que la capacidad personal y el impulso interior. El hombre puede entenderse a sí mismo como individuo sin tener que pensar en su relación con otros hombres dentro de ningún tipo de socialidad. Su concepto de libertad es la capacidad de dar rienda suelta a sus deseos, presentarlos como necesidades generadoras de derechos y disponer de sí mismo según sus propias decisiones a partir de nada, sin preocuparse por el bien común. Por eso todo el absurdo del catecismo climático, la ideología de género y el wokismo más radical, se nos presentan como avances, cuando son un claro y fatal retroceso.
Para tener una vida plena, posiblemente sea necesario tener una cristalina visión de la muerte. En el pasado, la muerte no se consideraba ciertamente como algo agradable, pero también creíamos que había muchas cosas que teníamos el deber de anteponer al respeto a la muerte. El sometimiento, la esclavitud y la dominación extranjera se consideraban insoportables. Era mejor morir que vivir sin libertad. Sacrificarse por la propia fe, apostarlo todo por las propias ideas, por las más íntimas convicciones, dar la vida por deber, era, y es, superarse a sí mismo. En cambio, para el hombre moderno no hay nada peor que la muerte, porque se concibe como un final, y no como un punto y aparte.
Es fácil, para nuestra mente actual, relativizar estos pensamientos hilvanados muy escuetamente. Generalmente todo lo que intenta provocar una reflexión, se percibe como algo desestabilizador y desagradable. Quien quiere acordarse de la superación de límites, de la forja de un carácter elevado, de romper barreras. Quién es el sieso que pretende recordarnos el paso de la muerte…
Realmente pensamos que una sociedad es verdaderamente sostenible, que tiene un ápice de futuro, si no logra recuperar algo de su sacralidad, sin poseer un punto de unidad superior a la inmanencia inmediata. Para superarnos, debemos adherir una concepción del hombre que lo vea como algo distinto de un ser egoísta y autosuficiente que sólo está en la tierra para maximizar sus propios intereses. Debemos verlo como un heredero, cuyas elecciones están determinadas por un legado o un sentimiento de pertenencia. Por eso, frente al desarraigo tenemos la fuerza de las raíces. De esta forma encarnaremos lo que recibimos llevándolo a un grado de sublimidad que aún no hemos alcanzado. Sueños imposibles … ¿O no?
Luis Nantón Díaz
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SIEMPRE APRENDIENDO
Ante todo gracias por tu visita.
Te presento un recopilatorio de los artículos que semanalmente se publican en el CANARIAS 7, y que con auténtica finalidad terapéutica, me permiten soltar algo de lastre y compartir. En cierta medida, de eso se trata al escribir, de un sano impulso por compartir.
La experiencia es fruto directo de las vivencias que has englobado en tu vida, y mientras más dinámico, proactivo y decidido sea tu carácter, mayor es el número de percances, fracasos, éxitos… Los que están siempre en un sofá, suelen equivocarse muy poco…
Y, posiblemente eso sea la experiencia, el superar, o al menos intentarlo, infinidad de inconvenientes y obstáculos, procurando aprender al máximo de cada una de esas vivencias, por eso escribo, y me repito lo de siempre aprendiendo, siempre.
Me encantan los libros, desvelar sus secretos, y sobre todo vivificarlos. Es un verdadero reto alquímico. En su día, la novela de William Goldman “La Princesa Prometida” me desveló una de las primeras señales que han guiado mi camino. La vida es tremendamente injusta, absolutamente tendente al caos, pero es una experiencia única y verdaderamente hermosa. En esa dicotomía puede encontrarse ese óctuple noble sendero que determina la frase de aquel viejo samurái: “No importa la victoria, sino la pureza de la acción”.
Como un moderno y modesto samurái me veo ahora, en este siglo XXI… siempre aprendiendo. Los hombres de empresa, los hombres que intentamos sacar adelante los proyectos de inversión, la creación de empleo, los crecimientos sostenibles, imprimimos cierto carácter guerrero a una cuestión que es mucho más que números. Si además, te obstinas en combinar el sentido común, con principios, voluntad de superación y responsabilidad, ya es un lujo.
Si también logramos inferir carácter, lealtad y sobre todo principios a la actividad económica, es que esa guerra merece la pena. Posiblemente sea un justo combate.
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