Se han vertido ríos de tinta a causa del brutal asesinato del joven enfermero de 24 años Samuel Luiz, este pasado 03 de julio en La Coruña. Con independencia del secreto de sumario, el escabroso incidente ha sufrido mayor notoriedad mediática, por la manipulación de lo más casposo de la izquierda, intentando trastocar desde un primer momento este repugnante homicidio en un supuesto caso de homofobia, para focalizar engañosamente la natural crispación contra el único partido que presenta oposición al Sanchismo. La desfachatez del periodismo gubernamental superó hace tiempo los umbrales de lo soportable. Las prácticas totalitarias de estos sicarios sin independencia, pero regados con dinero público son indisimuladas. Se aprovechan de unas licencias que también son públicas, vulnerando cualquier norma de justicia, decencia y honor, y constituyendo un rodillo imparable, neurológica y moralmente atroz, que colabora con su irrefrenable producción de aberraciones legislativas.

Pero necesito hablar de Samuel desde otra perspectiva. Siquiera pretendo comentar que finalmente sus agresores, al menos los que están en prisión preventiva, aparentemente están vinculados a grupos de extrema izquierda. No quiero escribir sobre lo gratuito de estas calamitosas brutalidades, ni sobre la actual educación, que en cierta medida propicia estos comportamientos. Ya bastante tenemos con pretender ser conscientes de los resultados de tantas reformas educativas anuales, sobre todo con titulares de la cartera de educación como los actuales, siempre apostando por colapsar y degradar el sistema educativo, convirtiendo colegios e institutos en almacenes de niños díscolos y jóvenes inadaptados mientras sus padres están trabajando.

Lo que realmente quiero destacar, lo que pretendo denunciar, como ocurre tantas veces en esta nueva sociedad es la inacción y cobardía de todos los que estaban presentes, de aquellos que no hicieron absolutamente nada, y de algunos que como es uso y costumbre sacaron sus móviles para grabar, mientras sentenciaban al joven con su pasividad. A Samuel le lincharon sin que nadie hiciera nada, absolutamente nada, para evitarlo; salvo chillar, lloriquear y filmar el patético espectáculo. Un grupo de buitres sin conciencia le reventó a palos ante las lágrimas de miedo de las plañideras, que contemplaban cual estatuas cómo mataban a un joven a golpes, a coces, a dentelladas. Mientras los asesinos disfrutaban de su descerebrado abuso, de su incomprensible y vil acción se reían tranquilos, sabiendo que disfrutan de una sociedad permisiva y excesivamente garantista, que propicia lo bajo, lo indigno, lo detestable. Esta gentuza se crece, no por valentía, que no saben ni lo que es, sino por el más contrastado desconocimiento de la ley de la acción y de la reacción. Estos jóvenes no han tenido una familia como tuvimos la mayoría de nosotros, donde se fomentaba la responsabilidad y el respeto, la educación y la capacidad de trabajo. Y si para ello, te soltaban un cocotazo, y posiblemente alguno no te lo merecías, tampoco ha conllevado que hoy requieras de asistencia psiquiátrica. Resulta curioso que este sistema que educa entre algodones, que no se prodiga en inculcar valores, produce la mayor riada de tratamientos psicológicos y diferenciales de la historia de la humanidad. He llegado a la triste conclusión, de que a veces juegan, a ver cuántas clasificaciones con curiosas siglas se padecen a tan tierna edad, para simplemente enmascarar lo que es un maleducado, un caprichoso y un verdadero tolete.

 

 

 

Basta ya de una sociedad generalmente impasible frente a la necesidad de otros, basta ya de actitudes cobardes que permiten que algunos descerebrados campen por sus respetos. Estos especímenes son los que justifican su pánico, sus medrosas conciencias, en el manido mensaje de que nunca está justificada la violencia. ¿Por qué no? ¿Ni siquiera cuando el ejercicio de la violencia salva la vida de un hombre, la integridad de otra persona?  Es un tema complejo, pero la valentía y el coraje, si suponen auténtico desprendimiento, cuando se actúa en defensa de lo que está bien, de lo que es correcto, pero sobre todo cuando es en defensa de quien está desvalido, de quien lo necesita. Mirar hacia otro lado, evitar los problemas, meterte en la seguridad de tu mundo es lo sencillo, y lo cómodo, pero no es lo que necesita este mundo. Ojalá se le pudiera transmitir a esta chusma irredenta que cuando impera la educación y la cortesía la vida es mucho más plena, sencilla y cómoda para todos. Pero generalmente a estos rufianes, hay que transmitirles el credo, de la única forma que saben entender.

La seguridad total ya no existe. Y lo que es peor: nunca existió, aunque en Occidente no nos enteremos de nada y vivamos de espaldas a la realidad del ser humano. Nuestra extinta fortaleza económica no es capaz de solapar nuestra debilidad crónica como sociedad cuando llegan los problemas reales.  Lo hemos visto en este último año y medio, no somos mejores…somos peores, más egoístas, más insolidarios. Todo el que contempla sin alterarse el vía crucis de un linchamiento es una miseria humana, bendecido, eso sí, por los usos y costumbres del Sistema que así le ha domesticado desde el parvulario. 

Así murió Samuel, masacrado por las ratas mientras los prudentes, solidarios contemplativos, y pulcros practicantes de la corrección política miraban cómo lo mataban sin mover ni un dedo. Sé que es fácil decir esto, que poco compromiso conlleva escribir estas líneas, pero intento ser consecuente, juzgarme a mí mismo, y creo que me hubiera dejado partir la cara, para impedir una acción tan repugnante. 

Todos somos parte de esta sociedad, y de esta ciudadanía salen todos los resortes, por lo que la responsabilidad es únicamente nuestra, de nadie más. El cinismo es insoportable y la tabarra del catecismo progre, insufrible. Luego nos quejamos del ascenso de los mediocres, pero es esta mojigatería sin fuerza ni futuro, la que ha perdido su sentido. Algunos, los de la casta, continúan haciendo su trabajo a base de hacer el ridículo y de tratar a la gente como si fuera imbécil, pero somos nosotros quienes lo permitimos. Eduquemos a nuestros hijos, forjemos jóvenes libres, independientes y con elevado sentido del bien común. Inferir valores, transmitir virtudes, insuflar valor. Que aprendan, que aprendamos, que para cambiar el mundo hay que desprenderse de la cobardía.

Luis Nantón Díaz