“Un marinero fallido que exploró el mundo durante mucho tiempo antes de descubrir que escribir también supone un largo e interminable viaje”.

De esta hermosa manera se describió así mismo el escritor francés Jean Raspail, uno de los últimos aventureros europeos, y auténtico profeta de la gran disolución a la que nos aboca la pérdida de identidad.

Después de estudiar dos años de la carrera de derecho, lo deja todo y sucumbe ante la llamada de un mundo para el que no vislumbraba límites. Desde Quebec, en 1948, junto con tres amigos y en una frágil canoa, llega a Nueva Orleans, atravesando los Grandes Lagos y el Mississippi, siguiendo los pasos del padre Marquette, en su epopeya del siglo XVII. Poco después, en 1951, atravesó toda América en su automóvil, en lo que se consideró una de las ultimas epopeyas automovilísticas.

También por esta misma época, otro intrépido francés, desbordaba fría temeridad cruzando América, y los más recónditos lugares de la tierra, pero en su motocicleta. Hablo de Marc Augier, conocido literariamente como Saint Loup, otro de los grandes escritores malditos que nos ha brindado Francia. Magnífico narrador de fecunda imaginación defendió, con mayor denuedo que Raspail, una visión épica de la historia.  No son simplemente escritores con perspectiva política, no, ambos son profetas del hombre que se mantiene firme frente a un mundo en ruinas. En sus historias, por medio de tramas maravillosamente escritas, nos revelan el ideal a alcanzar. Lo que les hace especiales, aquello que los diferencia de otros intelectuales, es la combinación en una misma persona de las cualidades del soldado y el literato, de la espada y la pluma, tal y como se demandaba a los antiguos guerreros.

Pero centrémonos en Jean Raspail, hombre de frente despejada, nariz imperiosa, cejas pobladas y bigote rojo. Un hombre con clase y fuerte personalidad, que inmediatamente nos hubiera evocado a un personaje del británico Rudyard Kipling. Prosigamos con nuestro protagonista, porque ha fallecido este pasado día 13 de junio en París, a los 94 años, y deja un profundo vacío que sobradamente exige estas líneas. Un hombre que escribió para superarse así mismo, y que transformó sus múltiples viajes a los más recónditos lugares del planeta, en cruzadas para defender la libertad e identidad de los pueblos. Denunció lo que conlleva el etnocidio, y la maquina trituradora de la globalización, que elimina diferencias e identidades, para convertirnos a todos en los mismos anodinos consumidores. Amar y defender la identidad propia implica amar y defender la identidad del Otro. Pero cada uno en su lugar. Conviene subrayar, al rendir homenaje a Jean Raspail, su dimensión de gran viajero amante y defensor de la diversidad cultural. Su mochila deambuló por las Antillas, la Tierra del Fuego, las orillas del Lago Titicaca o las costas de Macao.

Esta visión amplia del mundo, fruto de las diversas y vivificantes experiencias, es lo que fundamentó su amor por la cultura y tradiciones europeas. Esto provocó que en 1973 escribiera su texto más controvertido con diferencia: “El desembarco”. Cuando en mi juventud tuve acceso a estas visionarias líneas, accedí con el titulo “El campamento de los santos”. Son unas páginas absolutamente premonitorias del artificio colectivo que ahora nos asola, y que nos condena a burdos experimentos de ingeniería social que sólo pueden llevarnos a una feliz, y siempre productiva y callada esclavitud.  Raspail comenzó a escribir su libro a partir de una visión que tuvo un día mientras descansaba en el sur de Francia frente al mar. En un momento, disfrutando del Mediterráneo, se inquirió a sí mismo: «¿Y si ellos vienen?». El mismo lo recuerda y reconoce: «En ese momento entendí que se trataba de un fenómeno irreversible y que estábamos perdidos».

En su día, lo cual provoca una displicente sonrisa, me pareció que “El desembarco” ofrecía una visión algo exagerada. Tengan en cuenta que estamos hablando de un texto de 1973 cuya lectura disfruté 15 años más tarde. Ahora, y por eso lo de la sonrisa, la realidad ha superado exponencialmente la novela. Ya se encargó de ello la Sra. Clinton, entre otros colaboradores de Soros, mientras le prendía fuego al mediterráneo, con sus “primaveras árabes”. Como curiosidad, dos elementos a tener muy presentes, una divergencia y una afirmación. Raspail cuando publica su obra crucial no atisba, ni por asomo, la incidencia que tendría el islam en Europa, en esta estrategia de sustitución. Ni se lo imaginaban, pero en cambio fue muy certero, casi profético, anticipando la figura de un «papa progresista latinoamericano», algo que parecía impensable en aquella época. «Para crear ese personaje, que no podía ser europeo, me inspiré en la Teología de la Liberación, que estaba de moda en esa época». Curiosamente hasta la teología de la liberación se ha quedado corta, ante la velocidad que asume el monolítico y excluyente avance de lo que denominamos “modernidad”.

Raspail era y fue un hombre valiente y decidido. Sin duda. Como nota jocosa, si no fuera porque muchos otros serian procesados en la actualidad por el mismo motivo, en la reedición de “El desembarco” / “El campamento de los santos” de 2011 se permitió un anexo de tres páginas, donde el mismo detallaba 87 motivos por los que la fiscalía francesa podría procesarle en la actualidad, por sus pensamientos de 1973, detallando con exactitud hasta la paginación de sus delictivas y peligrosas opiniones. Porque queramos o no, hay inquietos líderes que no sólo se preocupan por reiterarnos lo que es bueno y malo, lo que es correcto o inadecuado, sino que además pretenden utilizar el injusto bozal de la represión.

Nuestro autor, inmerso ya en su último y definitivo viaje, nos recordaba que la clave está en sentirse orgulloso de la propia identidad respetando al otro. Sólo así evitaremos diluirnos en el insustancial enjambre de la globalización.

 

Luis Nantón

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